El tiempo-.
El parlamento de Cataluña prohibió el miércoles las corridas de toros en esa comunidad española, y la votación ha repercutido incluso en países que jamás han visto un toro bravo, pues parecería significar que España renuncia a España. Sin embargo, hay que decir que también Cataluña es Cataluña y desde hace años las corridas de toros han ido desapareciendo del mapa catalán y esta ley solo certifica su defunción. En cambio, no proscribe ciertas fiestas autóctonas regionales como los correbous (corralejas light), toro al agua o toro embolado (con hisopos de fuego en los cuernos), donde la población abusa en diverso grado de los rumiantes.
El debate que se ha dado no versa solo acerca de la crueldad con los animales, sino que encierra otros factores dignos de tenerse en cuenta. Ante todo, constituye una polémica política sobre la capacidad de autonomía de Cataluña, provincia que se siente agredida por el Estado español y que, dueña de una tradición, una cultura y un idioma propios, ha aspirado y aspira a tener mayor control sobre su destino. Dura e injustamente reprimida en tiempos de Franco, ha desarrollado durante la democracia parte de sus deseos autonómicos. Pero el pasado 9 de abril el Tribunal Constitucional tumbó varios artículos del estatuto regional y rechazó de plano que Cataluña sea una "nación", como proclamaba su texto, pues "la Constitución no recoge otra que la Nación española".
Los catalanes recibieron la sentencia como una bofetada y la vieja controversia sobre las corridas adquirió de repente una furiosa simbología sobre las diferencias culturales entre España y Cataluña. Fue así como algunos parlamentarios, que iban a abstenerse de votar o se proponían hacerlo en contra de imponer prohibiciones a aficiones o gustos, se sumaron al voto de protesta contra algo tan esencialmente español como la tauromaquia. Así, pues, la controversia desplegó dos filos: por una parte, los apoyos internacionales ambientalistas contra la fiesta brava y, por otra, una afirmación política de soberanía local que se benefició del creciente movimiento antitaurino surgido en tierras donde los toros no embisten. De hecho, el padre de la iniciativa que, suscrita por 180.000 firmas, se transformó en proyecto de ley es un argentino vegetariano que abomina de todo alimento de origen animal.
Muchos respetables enemigos de la fiesta brava son ajenos a la política y solo pretenden proteger a los animales o plantear un debate ético-biológico. Al mismo tiempo, los partidarios de la tauromaquia ven en esta actividad un arte con raíces religiosas ancestrales y, aparte de razones culturales, esgrimen argumentos antropológicos, ecológicos, libertarios y económicos para apuntalar su afición.
La Corte Constitucional colombiana debate en estos días una demanda cuyo desenlace podría ser, si el pleno de la corporación se apartase de la ponencia del magistrado Humberto Sierra Porto, la prohibición de ciertas expresiones tradicionales de nuestro pueblo que, como las corridas, el coleo o las riñas de gallos, implican innegable dolor animal. Es importante que, en su sabiduría, la Corte no se deje influir por la "jurisprudencia psicológica" del parlamento catalán. Son debates distintos. A Colombia le es completamente ajeno el conflicto de idiosincrasias que ha jugado papel preponderante en el caso español. La única idiosincrasia que cuenta en este caso es la especificidad de la cultura popular colombiana frente a otras que, desde tradiciones lejanas y diferentes a la nuestra, recomiendan lo que nos conviene o no nos conviene.
No hay comentarios:
Publicar un comentario